jueves, 19 de agosto de 2010

Vida de perro

Había escuchado en alguna parte, que la vida de perro es la mejor. Él, como todo humano concienzudo, había cavilado profundamente sobre la existencia y esencia de los canes. Se obsesionó por observarlos con detenimiento, por descifrar los enigmas de sus miradas y terminó admirando ese espíritu romántico perril, espíritu dual de la fidelidad a ultranza y la rebeldía latente. “Quién en su vida —se preguntaba— no ha pensado alguna vez lo emocionante que sería vivir con el coraje y la campechanería de un perro vulgar”. Llevaba varios años metiéndose en la cabeza que los perros sí eran libres, que siempre hallaban mendrugos suficientes, que no había límites para los de su especie, que eran aventureros, que para ellos el cuerpo desnudo era el mejor atuendo, que entre perros se podía olisquear a compañeros y compañeras sin distinción, incluso fornicar sin miramientos lo mismo sobre las aceras calentadas por el sol del mediodía, que en medio de los actos públicos… en fin… La tarde en que decidió convertirse en perro, y abandonar su vida gris de oficinista ocupado, la dedicó a escribir cartas a sus seres queridos, rogándoles no interferir entre él y su felicidad. También se dio tiempo para mandarse grabar un dije con su nuevo nombre: “Hedón”, y prenderlo de un collar de cuero. A llegar la noche se probó durmiendo desnudo sobre el tapete, al pie de la cama, listo para soñar perronamente. Escuchó atento las conversaciones de sus nuevos congéneres en los ladridos dispersos del vecindario; reconoció a los líderes de las jaurías domésticas debatir y retarse mutuamente, conminando a sus respectivas huestes a irrumpir en el silencio citadino y a demostrar el poderío del grupo al adversario. A la mañana siguiente, quiso despertar antes de abrir los ojos; esto, para evocar el despertar samsiano. Cruzó los dedos esperando que se hubiera hecho el milagro de ser un perro de verdad, pero al advertir sus dedos cruzados se dio cuenta de que ser un perro desde ese día no iba ser una tarea del todo sencilla. Se ajustó el collar, y salió desnudo y contento a regodearse con su nueva existencia. Primero se dio a la tarea de marcar su territorio sobre llantas, postes y banquetas, atendiendo a los nuevos modales. Se dedicó luego hasta el mediodía, a hurgar en basureros y a gruñir a los mirones. Después de comer un poco de aquí y allá, y de coquetear con una perrita educada que no se animó a brincar el barandal, se puso a ladrar furtivamente contra las ruedas de los automóviles, pegándose a su trayectoria por varios metros. Había descubierto el verdadero encanto de este chucho y popular deporte. Intentó, en el transcurrir de la tarde girar sobre sí mismo para buscarse la cola, pero no tuvo más remedio que reconocer que eso es asunto de virtuosos. Al final del día, cansado, fue a recostarse sobre un montón de papeles, jadeante y con la lengua de fuera, al poco rato, cayó dormido. Ahí fue donde lo aprehendieron y lo llevaron a los separos en donde se defendió literalmente con uñas y colmillos. Se sintió feliz al descubrir su lado feroz. Un tal doctor Avellaneda determinó entonces que había que internarlo en el hospital psiquiátrico, “El olote”: triste decisión pues en el sitio encontró la muerte anteayer, al ser atropellado por otro paciente que ya llevaba dos semanas transformado en camión de carga. Conscientes de la esencia simbólica del hecho, y por respeto a la elección final de la vida de este individuo, los médicos del centro decidieron que no se moviera el cadáver de la orilla de la avenida donde fue arrojado. Ahí se puede ver a “Hedón” - hediondo , con el vientre duro y abultado; y con una mirada enigmática en sus ojos opacos.

Sólo para locos. Literalia editores. México, 2007.

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